Microrrelato

El joven y su pianola mágica

Parece que fue en una fresquita tarde de abril cuando él llegó arrastrando un pequeño pianito, que iba curiosamente transportado en una original carretilla de cuatro ruedas chillonas. Se detuvo en el centro de la vieja plaza del pueblo, justo debajo de donde se encontraba la estatua de Hermenegildo de la Rosa Martín, el insigne militar fundador de la villa. Estaba representado, como cuentan que vivió a lo largo de toda su larga existencia, con la espada en mano desafiando hasta al aire que lo rodeaba. “¡Nunca se sabe cuándo una ráfaga impertinente te puede traer un resfrío a traición!”, repetía el general con un ojito medio abierto y otro semi cerrado, observando con desconfianza a su alrededor.

Allí estaba el joven visitante. De pie junto a su pianola, con una descolorida chaqueta, que alguna vez fue de un azul Francia precioso. Llevaba unos zapatos tan usados, que uno ellos, precisamente el izquierdo era un pelín más grande que el derecho. Esta diferencia se fue produciendo a lo largo del tiempo y de los caminos por un andar desparejo al arrastrar sus pies por transportar de aquí para allá su pianito. Las cuestas eran duras, pero las bajadas con todo el peso de la carretilla por detrás, eran a veces agotadoras y hasta en algunas ocasiones peligrosas. “En la vida de un músico itinerante no solo se debe luchar por ganarse cada día la vida, sino que también se debe hacerlo para no perderla en el camino… Uf, vaya faenilla.” Pensaba él a veces, divertido, recostado encima de su piano teniendo por único techo todo el firmamento. La gente del pueblo, desacostumbrada a los turistas y más a esta clase, que tienen más pinta de pedir, que de dar… Observaron con desconfianza y un absoluto rechazo al estrambótico forastero, que impertinentemente se había colgado en la estatua del ínclito justo Hermenegildo, a gritar a cuatro voces, llamando a todos los vecinos a disfrutar de un espectáculo de lo más fantástico y original.

– Honorables vecinitas y vecinitos de esta venerable y afamada villa… que, en este instante, curiosamente no recuerdo su nombre. Ejem…ejem. ¡Venid! ¡Venid todos y todas! ¡ A disfrutar del increíble espectáculo que os brindara un servidor y su inseparable amiga, Juanolita, la pianola mágica!

Estaban todos más que escandalizados, ofendidos, y hasta mortificados… Aunque la gran mayoría estaba por sobre todas las cosas con una gran curiosidad. ¡Una pianola mágica! Eso sí que tenía gancho. Pero nadie se animó ni siquiera a asomar el hocico entre las ventanas bien cerradas de sus casas. No porque se sintieran tan ofendidos como para que les impidiera hacerlo, sino simplemente porque nadie se animaba a hacerlo primero. Qué pensaría el de enfrente si se atreviera a ceder al llamado de tan insultante forastero. La triste realidad era que en el pueblo eran pocos los que se caían realmente bien, y mucho menos los que tenían una amistad verdadera. Pero todos simulaban más o menos bien su antipatía hacia los otros, por educación, o convivencia o simplemente por costumbre y esta última era la que más prevalecía. Aunque para seros completamente sincero, todo esto no era más que una gran mentira, que nadie ni siquiera sospechaba. Todos decían conocerse de siempre, pero lo cierto era que nadie se conocía en realidad. Ninguno sabía lo que había en el interior del otro. Inclusive ni siquiera en la mayoría de las veces, en su propio interior.

El joven de la chaqueta desteñida desplegó una banqueta pequeñita. Extrajo de un viejo morral un montón de partituras amarillentas y las colocó por encima del piano, acarició las teclas y musitó algo tan bajito y tan extraño que tan solo un niño que estaba en un desvencijado altillo, observándolo con toda su atención, logró escucharle. Inmediatamente abrió sus pequeños y ajados postigos para mirarse con el músico. Y sonriéndose los dos, comenzaron a sonar las primeras notas. Para luego llegar otras, combinándose con las anteriores, invitando a otras nuevas recién llegadas. Una brisa nueva arremolinó los perfumes guardados de las flores, hizo mover las nubes que hacía meses que estaban ancladas allí en el cielo, tapando al sol, cubriendo al pueblo de sombras. Los árboles comenzaron a desperezarse estimulados por los nuevos rayos solares y por la invasión de esas notas frescas que se colaban impertinentes entre las calles de adoquines, subían por las farolas colándose entre las grietas de las casas, por las traviesas de los postigos cerrados, por los oídos de los que quisieran escuchar y de los que no también.

Las notas volaban, flotaban, se deshacían, hacían puentes y figuras en el aire inundándolo todo de un color sonoro. Las ventanas comenzaron a abrirse, una a una, poco a poco. Y no fueron pocos los que al ritmo de la música comenzaron tímidamente a menear sus caderas, a seguir el ritmo con los pies, o a silbar bajito, mirando de reojo lo que el otro hacía. Todos los niños del pueblo salieron disparados a saltar y a bailar junto al pianista solitario. Las partituras comenzaron a vibrar encima del piano, a flotar y a volar motivadas por la brisa fresca que golpeaba las puertas aún cerradas de las casas. Uno salió corriendo bailando un boggie boggie, otra se puso unos zapatos de claqué que guardaba escondidos debajo de su cama y comenzó a pegarse un twist espectacular. Otros se animaron con la salsa, el tango, un merengue mimoso, un pasodoble medio desparejo o con un bolero romanticón. Uno que nunca había podido oír, cerró los ojos y sintió los latidos de su madre cuando vivía en su interior. Una señora muy mayor, escuchó una melodía que había creído olvidar. Se vio de repente transportada a una noche de luna nueva, en un claro de un bosque y que entre el misterio de las sombras de los árboles conoció el amor.

Nadie, ni el más gris y seco de los corazones, dejó de escuchar y sentir la melodía que marcó el instante más importante de su vida, o quizás volvió a sentir los momentos en que realmente se sintió vivo de verdad. Nadie se dio cuenta cuándo y cómo el extraño visitante y su maravillosa pianolita mágica desaparecieron de allí. Solo al terminar la noche y con las primeras luces del alba, alguien encontró entre las hojas de un árbol del pueblo una de las partituras amarillentas, estaba completamente vacía, nada había escrito en ella, salvo una frase en una esquina de la misma que decía: Solo nos podemos conocer con el corazón. Y la estatua del ínclito Justo Hermenegildo de la Rosa Martín envainó su espada y sonrió.

Cristian Damián

Este cuentito fue escrito en los estudios A’nian, un domingo lluvioso de primavera. Escuchando Bluebird de Alexis Ffrench. Bebiendo una infusión de manzanilla con unas gotitas de limón. Fantástico.

Créditos:

Imagen Pinterest

Autor Diggie Vitt

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *